Uruapan, Mich.- Mucho más allá del dolor físico y sentimental que invadía el cuerpo de Frida, más lejos incluso que su carácter de figura emblemática del arte en México, podemos decir casi con toda seguridad que esta mujer, más que pintora, fue una bruja… Una mirada fuerte y un conocimiento casi exacto de las antiguas culturas que poblaron nuestro país hace algunos siglos, nos hablan de esa magia que ni siquiera la fridomanía de principios del siglo XXI pudo arruinar, tras convertir a esta artista en una especie de souvenir mexicano del que todo mundo esperaba tener un pedazo.
Ese oscuro periodo en el que a Frida Kahlo se le redujo a un anuncio de Calvin Klein y a la frase «pies pa’ qué los quiero, si tengo alas pa’ volar» privó a un icono de nuestra cultura popular de toda la carga mística que le precedía, pero no se lo arrebató por completo. Su pinturas parecían no sólo retratar un presente doloroso, sino un futuro en el que —aún muerta— su espíritu seguiría sufriendo de la misma forma de siempre: en compañía de todas las personas que formaron parte de su vida hasta que su cuerpo emitió su último respiro.
Si de algo podemos estar seguros es que, a pesar de su amor incondicional, Diego Rivera fue sólo una parte de ese andar por el mundo. Importante, sí, pero al fin de cuentas, su presencia no fue mucho más grande que la de muchas otras personas a las que Frida también supo amar incondicionalmente por ser un reflejo de ella misma. Viéndolo de esta manera, es posible que en los famosos y abundantes autorretratos de Frida no sea precisamente ella quien está inmortalizada en el lienzo, sino alguno de los múltiples avatares que creó a partir de sus allegados.
De haberla conocido 10 años antes, la identidad perdida de la otra Frida que aparece plasmada en el cuadro de Las dos Fridas, correspondería a Judith Ferreto, la enfermera costarricense que a partir de 1949 compartió con Frida nos sólo una enfermedad, sino toda una vida basada en el eterno juego entre contrarios. Kahlo era libre, fuerte y quería comerse al mundo a toda costa; por otro lado, Ferreto, dotada también de una energía notable, se movía de una manera más precavida, siempre apegada a las reglas, la limpieza y la higiene. Si había una pareja singular dentro de la Casa Azul era la de estas dos fridas.
Parecía como si la pintora, llevada por una especie de magia intuitiva o adivinatoria, hubiese predicho la futura presencia de Judith. El manejo de los contrarios y todos los matices que esto implica quedan retratados en su cuadro de 1939, donde cada una de las figuras refleja una postura distante y completamente diferente a la de quien tiene enfrente. Sin embargo, son esas pequeñas diferencias las que terminan por unirlas y convertirlas en dos personalidades distintas que al final del día comparten un mismo corazón.
Con información de Cultura Colectiva