Los relojes siempre me han llamado la atención, no por lo que son o lo que hacen, sino por lo que no son o no hacen. El reloj del templo de la inmaculada siempre me ha llamado la atención, no por las horas que no marca, no por el silencio que guarda, sino por los gritos que da. A veces, para los que sabemos observar, dicen más cosas en su silencio los objetos que callan, que si realmente hicieran lo que deben hacer. Allá arriba donde se encuentra el reloj marca la hora que ahí está marcando. Y es una hora más significativa que la que en realidad marcara, si estuviera trabajando.
Estamos saturados de relojes. El tiempo marcado nos jala hacia el futuro, como si no hubiera otra cosa más importante. El presente es el que importa y el tiempo que marca el reloj de la Inmaculada es el que más me gusta por simbólico. El tiempo que marca es el tiempo de todos y de nadie. Pero ahí está silencioso, como sonriendo, callado, pero definitivo y drástico. Es el tiempo del tiempo, pero también es el de la eternidad. ¿Quién agarrará la onda y se dará a aprovechar el tiempo que le queda? ¿A quién corresponderá arreglar ese reloj? ¿Al poder civil o al poder eclesiástico? Pero ¿qué cree? Mejor que no se arregle. Me gusta la hora silenciosa que marca ahora, porque es una hora simbólica, hermosamente literaria y, eso, no cualquier reloj lo hace. Sólo el reloj de la Inmaculada. Claro, hay que tener la mirada disimuladora para ver y no ver, para sentir y no sentir. Pero también la mente con un doble alcance: El significado de ese reloj que no marca la hora, pero dice su doble vertiente, la hora que no marca y la que debía marcar. Pensemos…