En el amplio lienzo del cielo, las auroras polares se presentan como elegantes ballets de luz, embelleciendo las noches polares con su resplandor. Sin embargo, estas danzas cósmicas no se limitan a las regiones polares; en ocasiones, se aventuran hacia latitudes más bajas, desafiando las expectativas y dejando a los observadores asombrados.

 

 

Las auroras polares, también conocidas como auroras boreales en el hemisferio norte y auroras australes en el hemisferio sur, son fenómenos electroluminiscentes que iluminan los cielos nocturnos en las regiones polares de la Tierra y en otros planetas que poseen atmósfera y campo magnético. Estas impresionantes exhibiciones son el resultado de corrientes de electrones que fluyen desde la magnetosfera, siguiendo las líneas del campo magnético terrestre. A medida que estos electrones interactúan con la atmósfera superior, provocan la emisión de luz en una variedad de colores fascinantes, principalmente en tonos verde y rojo.

Sin embargo, las danzas luminosas de las auroras no se manifiestan en todas partes. Un óvalo auroral rodea los polos magnéticos, marcando el límite donde las líneas magnéticas interactúan con la atmósfera y generan las auroras. Aunque este óvalo es su principal escenario, en ocasiones, las auroras desafían las expectativas al aventurarse hacia latitudes más bajas, mostrando su misterioso resplandor en lugares poco habituales.

En noviembre de 1789, se produjo un evento celestial excepcional: una aurora boreal iluminó los cielos en latitudes bajas, un fenómeno poco común que despertó la curiosidad y el asombro. Esta aurora fue observada hasta los 16,87° de latitud en Zimatlán (actual Zimatlán de Álvarez), Oaxaca, México. Hasta ese momento, ninguna aurora en latitudes bajas había sido estudiada de manera observacional, física y matemática. Este singular acontecimiento atrajo la atención de tres destacados científicos mexicanos: Antonio de León y Gama, José Antonio Alzate y Francisco Dimas Rangel.

Estos tres científicos mexicanos no solo observaron la aurora de 1789, sino que también se sumergieron en su estudio detallado, desentrañando sus secretos físicos y matemáticos. Sus esfuerzos se materializaron en observaciones meticulosas, mediciones precisas, predicciones audaces y, por primera vez en la historia, en la reproducción de una aurora en un laboratorio. Analicemos cómo estos pioneros contribuyeron al entendimiento de este fenómeno celestial único.

Una de las contribuciones más destacadas de estos científicos fue la medición de la altura de la aurora desde la Ciudad de México, estimando que oscilaba entre 464 y 513 kilómetros sobre la superficie terrestre. Este rango de alturas para auroras de latitudes bajas representó un avance significativo y marcó el inicio de la comprensión cuantitativa de estos fenómenos celestiales.

Además, se aventuraron a calcular el radio del óvalo auroral, revelando que era prácticamente circular, con un radio de aproximadamente 4786 kilómetros. Esta revelación sugiere que la aurora se manifestó a lo largo de todo el óvalo auroral, o al menos en el arco del círculo que abarca desde América hasta Europa. Una danza celestial que unió continentes a través de luces resplandecientes.